martes, 22 de abril de 2014

¿Es posible la rentabilidad económica sin explotación social ni depredación ecológica en el modo de producción capitalista?

A propósito de la noción de sustentabilidad y los Agricultores Unidos Región Guayangareo en Michoacán, México

 Parte II

Continúa de la Parte I en  https://manuelantonioespinosa.wordpress.com/2014/04/22/es-posible-la-rentabilidad-economica-sin-explotacion-social-ni-depredacion-ecologica-en-el-modo-de-produccion-capitalista/

 

La producción campesina y su mercantilización

La organización Agricultores Unidos Región Guayangareo agrupa a más de 1,500 campesinos de la zona cuyas unidades de producción tienen una superficie de siete hectáreas en promedio y en donde cultivan maíz, sorgo y trigo durante dos ciclos por año.[1] Sus canales de comercialización son Maseca, Minsa, Diconsa, molineros en la región del Bajío, principalmente en Morelia, y varias industrias forrajeras. Por ello, esta sociedad de producción rural se encuentra inserta en los circuitos mercantiles capitalistas porque su producción excedentaria es vendida a empresas industrializadoras cuya finalidad es la acumulación del capital, y por lo tanto estos campesinos participan en el modo de producción capitalista aportando sus cosechas sin que en sus parcelas exista una reproducción de capital porque en sus procesos productivos no existe una búsqueda de apropiación de plusvalor:

“Dicho de otra manera, la economía campesina de racionalidad no capitalista, resulta ser en ciertos cultivos, tierras y regiones, más funcional a la acumulación capitalista global que la operación generalizada e irrestricta de unidades de producción empresariales que elevaría los precios agropecuarios ocasionando un “pago de más”, una renta de origen diferencial” (Bartra, 1986, pp. 12-13).

Entonces, este campesinado constituye una clase, dentro de la estructura social, que se caracteriza por pequeños y medianos productores mercantiles simples[2] en donde no hay venta de su fuerza de trabajo ni compra de la misma pero cuya actividad productiva constituye la base económica sobre la que se erige el proceso de reproducción y acumulación del capital, por lo que el campesinado es partícipe del modo de producción capitalista sin que en sus explotaciones agrícolas se verifique una apropiación del valor del trabajo de otros; antes bien, cuando coloca su producción en el mercado capitalista, el valor de su trabajo es apropiado por la empresa agroindustrial.

Entonces, el campesinado y su producción mercantil simple (Bartra, 1976) es crucial en la fase actual del modo de producción capitalista porque al necesariamente insertarse en el sistema agroalimentario mexicano –que es dominado por las industrias como Maseca, Cargill y Grupo Bimbo- se le imponen técnicas de cultivo y grados de productividad de manera que la renta que obtienen por sus excedentes sea favorable en términos de costo-beneficio. Evidentemente, el agricultor es ‘libre’ de escoger el tipo de cultivo, las características de los insumos y otros aspectos de su producción. Sin embargo, en todos los casos, si no alcanza un determinado rendimiento por hectárea el balance costo-beneficio le será adverso, dado que el establecimiento de los precios de compra de cosecha están referenciados a los precios con que ‘libremente oferta’ el farmer, fazendeiro o agriculteur agroempresario que está dispuesto a exportar su producción al mercado mexicano. De esta forma, si el agricultor mexicano maicero no adopta un paquete tecnológico con semillas híbridas, agroquímicos y fertilizantes sintéticos y sistemas de siembra, riego y cosecha mecanizados difícilmente el precio ‘de mercado’ le permitirá obtener un balance positivo en su ciclo agrícola.[3]

Dicho de otra manera, para que el campesino de la AURG obtenga ingresos monetarios satisfactorios necesariamente debió cultivar su unidad productiva de tal forma que el valor de su cosecha supere el costo invertido en la misma; de lo contrario sufrirá una pérdida o balance negativo. Esto implica que en la actual fase globalizada del modo de producción capitalista en México, la producción mercantil simple del campesinado michoacano forzosamente tiene que adoptar la forma de agricultura industrial para comercializar con cierto éxito su cosecha excedentaria y allegarse ingresos.

En este contexto, preguntarse por la agricultura sustentable y sugerir esquemas de manejo multifuncional como lo hacen Dobbs & Pretty (2004) resulta insuficiente si no se cuestiona la matriz socioeconómica en la que se desarrolla la agricultura industrial y otras actividades antropogénicas guiadas por la crematística. Por otro lado, sugerir sistemas sustentables de manejo de recursos naturales como lo hacen Sarukhán et al. (2013) es loable porque representa un paso hacia delante en el reconocimiento institucional de la problemática compleja de la pobreza, marginación social y agotamiento ecológico en el que está inmerso México pero falla porque deja de lado el análisis estructural en el que se sitúan los fenómenos estudiados. Finalmente, los abordajes desde la economía ambiental que hacen Pimentel et al. (2005) y Constanza et al. (2007) han sido reconocidos en ciertos escenarios académicos y políticos conservadores porque en última instancia no cuestionan la acumulación del capital sino que por el contrario ofrecen alternativas a la reproducción del capital mediante la producción orgánica, el pago por servicios ambientales y el pago por secuestro de carbono, entre otras estrategias económicas que han sido enarboladas por la Green Economy que acertadamente critica Boff (2012).

Desde nuestra perspectiva, para discutir la sustentabilidad y hallar las improbables brechas de posibilidad, hay que cuestionar el modo de producción capitalista y reconsiderar las veredas de su contradicción: la explotación social y la depredación ecológica (Leff, 2011).

La sustentabilidad en el modo de producción capitalista

Como reseñó adecuadamente Gledhill (1981), la región del Bajío mexicano tiene una historia política y cultural compleja cuya producción agropecuaria se ha visto afectada por su ubicación geográfica en el centro del país y por sus características agroecológicas que la hacen adecuada para la agricultura mecanizada por consistir en un valle con suelos adecuados para la producción de granos.

Desde el punto de vista campesino, como es el caso de la AURG en Michoacán que está inserta en el modo de producción capitalista, no existe alternativa para lograr la comercialización de sus excedentes que llegan en años buenos a las 120 mil toneladas de grano en ambos ciclos.[4] Entonces, como hemos señalado, dado que el sistema agroalimentario mexicano se encuentra dominado por empresas industrializadoras que imponen –por la vía de los precios y el control del mercado nacional (Rubio, 2008)- las escalas de productividad necesarias para que los agricultores obtengan una renta mínima satisfactoria de sus cosechas, el problema de la sustentabilidad no está anclado a la forma de manejo de los recursos naturales, ni a la apropiación de los ecosistemas ni mucho menos a las formas de agricultura que ha asumido el campesinado mexicano. En realidad, como argumentaremos, la sustentabilidad tendría que lidiar con los imperativos que la reproducción del capital necesita, a saber, explotación, depredación y dominación socioecológica. Dicho de forma sencilla, quizás el discurso de ‘lo sustentable’ sólo muestra, sin quererlo, una contradicción más de la acumulación capitalista.

Si como hemos planteado anteriormente con Rubio (2008), que el sistema agroalimentario mexicano está apropiado por la lógica crematística de las empresas[5] en un contexto libremercadista (que en realidad no es libre y sólo significa que el Estado dejó de lado su papel como garante de la alimentación), y la producción campesina excedentaria de la citada organización en Michoacán necesariamente tiene que canalizarse a dicho mercado, en franca relación asimétrica con respecto a las grandes industrias alimentarias, entonces las condiciones de producción agrícola, de manejo de recursos naturales y de la formación de valor en las mercancías no depende del campesinado sino que viene dado por la necesidad de producir más para compensar el bajo precio de las cosechas de granos, es decir, hay una relación directa con los imperativos del mercado que han establecido las agroempresas y su racionalidad de acumulación de capital.

 Como han señalado Foladori (1999) y Leff (2000), no es cualquier antropogénesis la que ha devastado los ecosistemas, más bien es la civilización moderna contemporánea que por la dimensión y escala de la extracción de materiales, uso de energía, producción-consumo de mercancías y deposición de desechos ha generado un nivel –quizás irreversible- de afectación a la biodiversidad y a los ciclos planetarios que han sido cuantificados por Constanza et al. (2007) y reseñados por García (2007).

Dejando de lado la suposición de que los rústicos han preferido el uso del tractor que la coa, o la urea que el estiércol, por comodidad o practicidad, hemos propuesto que la modernización rural –para avanzar en el capitalismo global- ha impuesto la adopción campesina de la agricultura industrial para alcanzar los rendimientos agrícolas mínimos para la sobrevivencia de la familia rural y que, si en el caso del Valle de Guayangareo, aunque se establecieran policultivos y rubros productivos integrados –como los que analiza Gliessman (2007) desde la agroecología- necesariamente la racionalidad del modo de producción capitalista terminaría imponiendo su lógica depredadora de la naturaleza y explotadora de la fuerza de trabajo (Elizalde, 2012) que se origina en las empresas industriales alimentarias que manipulan el mercado y los precios para lograr mayores tasas de apropiación del plusvalor.

En el caso de que lo anterior fuera correcto, entonces la discusión sobre la sustentabilidad, sobre los límites del crecimiento, hay que hacerla de frente a la naturaleza contradictoria de la economía política del capital: mientras que explota al trabajador necesita que éste consuma sus mercancías, mientras que da valor nulo a los recursos naturales necesita de ellos para aprovisionar a las industrias, mientras que atesora valor en las mercancías es necesario que circulen más rápido para acumular más valor, cuando se disfraza de justicia y libertad necesita la muerte y escasez para hacerse más necesario y perpetuarse, reconoce sus límites para transgredirlos y crecer infinito.

No es que sólo que la agricultura industrial deba ser trocada por una agricultura orgánica o ecológica por simple decreto jurídico o mandato institucional, para entonces operativizar exitosamente la sustentabilidad como podría uno malentender del argumento de Dobbs & Pretty (2004). Tampoco es el campesinado, en el caso de la agricultura, el que debe asumir la tarea de producir eficiente y ecológicamente –y aún así en millones de casos son los más eficientes en términos económicos y ecológicos que las agroempresas según afirman Pimentel et al. (2005). Más bien el discurso de la sustentabilidad tendría que analizar cómo mediante el mercado los agricultores están siendo forzados por las agroindustrias a producir alimentos bajo la racionalidad de la reproducción del capital que ha descrito Leff (2000; 2007).

Sin embargo, el discurso prostituido de la sustentabilidad ha sido la oportunidad del modo de producción capitalista para ‘vestirse de ecologista’ sin abandonar la explotación social y la depredación ecológica porque en última instancia son imprescindibles para la acumulación de plusvalor y, así, ejercer profundizar la dominación política de la clase burguesa.

No obstante, existen serios esfuerzos por conciliar la viabilidad económica, la equidad social y el soporte ecológico, por medirlos de forma multidimensional para reorientar las formas de manejo de los recursos naturales (Gliessman, 2007). Tales intentos hacen aportes interesantes para mejorar los esquemas de producción y comercialización y los arreglos sociales para la redistribución de la riqueza como los que se presentan en Gameda & Dumansky (1994) y de forma sobresaliente Astier, Masera & Galván (2008).

Reflexiones finales

Se ha sugerido aquí que el discurso de la sustentabilidad podría ser una manifestación más de la contradicción que entraña el modo de producción capitalista, cual serpiente que se devora a sí misma.
Si bien la noción de ‘lo sustentable’ ha sido orientador de algunas prácticas agrícolas, de cierto comunitarismo solidario y de algún ecologismo, es necesario asumir una posición crítica del discurso que justifica la erradicación de una clase social porque sería en sí misma ‘insustentable’.
En el caso de la AURG en Michoacán, es posible que la noción de sustentabilidad como eje analítico pueda aportar ciertas claridades para objetivar la práctica agroecológica de sus asociados rústicos. No obstante, es necesario evidenciar que al estar necesariamente vinculados de forma asimétrica en el modo de reproducción del capital, dado que sus unidades productivas funcionan como producciones mercantiles simples, su umbral de sustentabilidad estará limitado políticamente a través de las condiciones estructurales impuestas por la vía del precio de compra de las cosechas y, a su vez, por la forma de producción que supone una renta aceptable en esas condiciones de mercado.

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[2] Véase una explicación de la forma de producción mercantil simple en la literatura de Aleksandr Chayánov, una ilustrativa introducción a Chayánov se encuentra en Bartra (1976).
[3] Es importante señalar que la racionalidad campesina no está guiada por el cálculo del costo-beneficio al que heurísticamente hemos recurrido, como si fuera una empresa capitalista. En realidad, el manejo de la unidad productiva campesina es generalmente diversificada y además se complementa con otras fuentes de ingreso monetarios y en especie. Por otro lado, la noción de costo y de beneficio suele estar guiada por los imperativos familiares, comunitarios, climáticos y otros que experimenta el agricultor, por ejemplo, las exigencias de ingresos para la crianza de los hijos son diferentes de las propias de la vejez (Bartra, 1976).
[4] Esto es, aunque fuera bajo la forma de comercio justo o economía solidaria, esta producción excedentaria tendría que circular dentro del flujo de intercambios y de agregación de valor propio del mercado capitalista.
[5] Véase una convincente discusión sobre la lógica crematística contemporánea en Martínez-Alier (2011).

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