Parte II
Sujeto social, agroecosistema y luchas de clases en México
Como hemos venido argumentando, el cambio climático ha constituido la
oportunidad para que el capitalismo informacional (Bech, Giddens y Lash,
1994), en su versión agroempresarial mexicana, privatice el sistema
agroalimentario de maíz (Massieu y Lechuga, 2002). De frente a ello,
organizaciones campesinas, haciendo uso de su capacidad de agencia (Sen,
2000), se han movilizado a diversas escalas y en distintos ámbitos para
reposicionar la agricultura campesina como alternativa al excluyente
corporativo agroindustrial, al capitalismo en su versión “verde” y como
alternativa civilizatoria (Espinosa, 2013).
Este conflicto, por su naturaleza multidimensional y compleja, nos demanda un análisis que recupere las estrategias de movilización de estos sujetos sociales (Zemelman y Valencia, 1990) de frente a dos constructos conceptuales que nos son fundamentales, las relaciones sociales hacia la Naturaleza (y viceversa) conceptualizada como agroecosistema (Gliessman, 2007) y la estructura social como cristalización de la historia antagónica entre el capital y la praxis, bajo el concepto de luchas de clases (Marx y Engels, 2012).
Los sujetos sociales, según Zemelman y Valencia (1990) son aquellos que, atendiendo a su capacidad de praxis (Sánchez Vázquez, 2003), condensan en sus prácticas, utopías y proyectos una direccionalidad intencionada al desenvolvimiento histórico en el que se sitúan. Así, la historicidad de los sujetos sociales está conformada por las formas en que se han venido estructurando la relaciones sociales y cómo éstas se materializan o concretizan en el presente. Al mismo tiempo, estos sujetos sociales tienen la opción de transformar sus formas de relación social y, así, impulsar formas distintas de estructuración social que se pueden expresar en diversas dimensiones y con distintos grados de materialización, sean marcos jurídicos e instituciones y en formas de producción, pero que en cualquier caso están referidas a sus relaciones sociales. Esto es, los sujetos sociales impulsan una dinámica (dialéctica) de productos (históricos) producentes de realidad que dan forma y contenido a su espacio-tiempo y que son reflejo del devenir de las relaciones sociales en las que están inmersos.
En el caso que nos ocupa, son las organizaciones campesinas que, encontrándose bajo relaciones sociales concretas, y ante una clase social que busca profundizar en la estructuración social bajo el paradigma de la reproducción del capital, se reconocen con la capacidad de oponer resistencia a una tendencia de poder y buscan imprimir direccionalidad (opuesta) para imponer otras formas de reproducción social e historicidad. Esto es, en última instancia, un conflicto antagónico:
“Más, cualquiera que sea la forma que en cada caso adopte, la
explotación de una parte de la sociedad por la otra, es un hecho común a
todas las épocas históricas. Nada tiene pues de extraño que la
conciencia social de todas las épocas pasadas, pese a toda su enorme
variedad y a sus grandes diferencias, se atenga a ciertas formas comunes
de conciencia, que sólo desaparecerán, cuando desaparezcan totalmente
los antagonismos de clase” (Marx y Engels, 2012: 48).
Así, el antagonismo entre diversos grupos
sociales es una disputa por el poder que, bajo el sistema capitalista
actual, se ha traducido en una dominación política a través de la
despolitización de la producción de alimentos (como el maíz) y
explotación social mediante la privatización del sistema
agroalimentario.
La despolitización opera, en mi opinión, mediante el proceso de
fetichización que ya Marx ha explicado y que en este caso corresponde a
aquella urgencia sobre la necesidad de producir más alimentos básicos y
que termina imponiéndose a todos los agentes rurales, a la sociedad
entera y al Estado mismo; de tal forma que la búsqueda de mayor
productividad demanda la innovación tecnológica que, como es el caso de
las semillas transgénicas y los agroquímicos, al estar en manos
privadas, el sistema agroalimentario entero se privatiza. En realidad,
el cambio climático y la distribución asimétrica de alimentos encubren,
bajo el discurso científico, formas de relación social que son de
explotación y dominación. Finalmente, de los temas que son del interés
del ciudadano (de la polis) está la alimentación porque atiende a
satisfacer una necesidad vital de la colectividad y que, sólo bajo las
formas de producción capitalistas, se podría entender como objeto de
mercantilización y lucro.
En efecto, el establishment agroalimentario maicero (Delgado
Cabeza, 2010) ha despolitizado el antagonismo entre corporativo
neoburgués y campesinado al revestir su discurso de un economicismo
tecnológico en donde nociones como productividad y eficiencia ocultan el
monopolio tecnológico (en donde Syngenta, Dupont y Monsanto poseen el
80% del mercado mundial de insumos agrícolas) y el monopolio de canales
de comercialización (en donde Cargill, Maseca y Minsa controlan casi
todo el mercado mexicano). Existe una invisibilización de lo político
porque se pretende ocultar la nueva embestida de explotación capitalista
en la que ahora se pretende la privatización, ya no sólo de los bienes
comunales como los ríos y los servicios ecosistémicos (Martínez Alier,
2011), y de los medios de producción como la tierra, el dinero y los
conocimientos tecnológicos (Altamira, 2006), sino también un componente
clave de la vida, la información genético-molecular contenida en las
semillas de maíz (y de otros cultivos).
De esta forma, la privatización o exclusivización del sistema
agroalimentario maicero, bajo el sistema de patentes, en definitiva,
oculta ideológicamente la dominación (política) y la explotación
(económica y ecológica) de la clase neoburguesa agroindustrial sobre las
clases campesinas bajo el argumento cientificista de producir más
alimentos, de contrarrestar el cambio climático y de (re)“modernizar” el
agro. Este es el antagonismo de clase que las organizaciones
campesinas, como sujetos sociales con capacidad de agencia, exhiben al
confrontarse con los poseedores del capital:
“Es aquí en donde el imaginario social se despliega, formulando y
reformulando la relación entre lo vivido y lo posible, entre el presente
y el futuro. La utopía transforma el presente en horizonte histórico,
mas no garantiza la construcción de nuevas realidades” (Zemelman y
Valencia, 1990: 94).
Lo que garantiza la construcción de
nuevas realidades, sugerimos aquí, es la posibilidad de construir un
proyecto colectivo concreto que reestructure la realidad histórica y la
reescriba con nuevas formas de praxis campesina para la reproducción
social, es decir, a partir de un nuevo paradigma civilizatorio. Es por
esto que necesitamos ubicar nuestro análisis en el ámbito de la praxis
del trabajo (visto en relaciones ser humano y naturaleza) y al mismo
tiempo en la praxis revolucionaria (visto en relaciones de producción)
(Sánchez Vázquez, 2003).
Si las organizaciones campesinas productoras de maíz buscan imponer un
paradigma civilizatorio propio a contrapelo del proyecto de dominación y
explotación de la neoburguesía agroindustrial y bajo una comprensión
crítica del cambio climático como evidencia de la insustentabilidad del
capitalismo (Bartra, 2008), es necesario que su proyecto político
atienda nuevas formas de configuración de los agroecosistemas maiceros
que materialicen formas simétricas (no explotadoras) de relaciones
sociales y de apropiación ecológica.
La (agri)cultura campesina, como proyecto político de las organizaciones
de agricultores maiceros en México, está referido a un cosmos, corpus y
praxis de fuerte contenido cultural con raíces tradicionales
mesoamericanas que fueron coevolucionando a la vez que domesticando sus
ecosistemas, lo que dio por resultado la configuración de multiplicidad
de agroecosistemas (Toledo et al., 2001).
De manera breve, diremos siguiendo a Gliessman (2007) y a Van der Ploeg
(2010) que los agroecosistemas son aquellas unidades productivas
integradas a los paisajes ecológicos y de asentamientos poblacionales en
las que los grupos humanos y comunidades expresan, su cosmogonía en la
‘arquitectura agronómica’; esto es, el marco de comprensión de su
realidad y su articulación con su percepción del universo (tangible e
intangible), de su origen y destino como grupo humano (Alvarez-Buylla
Roces, 2011). Esta cosmogonía se encuentra fuertemente entremezclada con
aprendizajes y saberes (corpus) fruto de su experiencia en el manejo de
sus ecosistemas, de su flora, fauna y componentes abióticos, como el
agua, el clima y la energía solar. De esta forma, cosmos y corpus
moldean su praxis, formas materiales de transformación de su entorno
natural y de organización social (estructuras de castas, grupos o
clases, formas de relaciones) que, siguiendo a Haenn y Wilk (2006), son
dinámicas y van redefiniendo su corpus y su cosmos.
Dado que el capitalismo en su fase actual se ha desbordado hacia la
creación de mercancías-símbolo para estructurar identidades e
intersubjetividades en torno a marcas y manufacturas de estatus
(Giddens, 2000), la recuperación de la agricultura campesina como
proyecto político resulta clave para (re)politizar el debate
contestatario hacia la hegemonía capitalista en el sistema
agroalimentario mexicano centrado en la producción de maíz, en términos
de luchas de clases (Bartra, 2011) mediante la concretización de nuevas
prácticas agronómicas que hacen uso de insumos naturales (vs. químicos),
abonos verdes (vs. fertilizantes nitrogenados), fitomejoramiento
campesino (vs. semillas híbridas), entre otras, lo que resulta en un
manejo sustentable de los agroecosistemas maiceros (Altieri, 1999), a
partir de la formulación de conocimientos campesinos locales sobre sus
suelos, climas y entorno ecológico (Toledo et al., 2001), entre otros
saberes con origen en la cultura mesoamericana (Figura 1).
Figura 1. Sujetos sociales en lucha de clases disputando el agroecosistema.
A la vez, la búsqueda de reapropiarse de
los canales de comercialización (intercambios), actualmente
monopolizados por las trasnacionales (Maseca y Cargill), a través de
mecanismos de agregación de valor de sus cosechas, se orienta a
contrarrestar una muy antigua práctica pequeñoburguesa, la
intermediación (Massieu y Lechuga, 2002). Además, ante el axioma de que
el conocimiento tecnológico es de uso exclusivo, propio de capitalismo
contemporáneo que ve en los saberes colectivos una mercancía, las
organizaciones campesinas han sido capaces de establecer intercambios de
conocimientos y aprendizajes bajo el modelo “campesino a campesino”.
En definitiva, observamos que la batalla política que se libra en el
seno del sistema agroindustrial centrado en la producción de maíz en
México entre las organizaciones campesinas y el establishment
agroindustrial capitalista (Delgado Cabeza, 2010), constituye una forma
en la que hoy se verifican las luchas de clases (entre campesinado y
neoburguesía) que no se circunscribe a la ortodoxia marxista sino que
sugiere la recomprensión del propio Marx (Bartra, 2011). Es en el seno
de este conflicto en el que es posible comprender cómo estos sujetos
sociales tratan de imponer su propia historicidad (Zemelman y Valencia,
1990), referida a la agricultura campesina y reinventada por ellos
mismos, o sea actualizada bajo una forma del proyecto utópico (Bloch,
2004), que se concretiza en formas precisas de manejo de sus
agroecosistemas (Astier, Masera y Galván, 2008), lo que va conforme un
cosmos, corpus y praxis propias que difiere entre los diversos grupos de
campesinos que conforman las redes en distintos estados de México, la
Campaña Nacional Sin Maíz no hay País en casi todo el país y La Vía
Campesina a escala planetaria (Rosset, 2007).
Esta diversificación y pluralidad de conciencias de clase (campesina)
han puesto en jaque a la agricultura del agronegocio que, ante el cambio
climático, quisiera extraer ciertos componentes sustanciales de la
agricultura campesina para insertarlas en la lógica del capital. Para
distinguir el fenómeno, retomaremos –de manera preliminar- categorías
socioecológicas originadas en el marxismo y la agroecología, que
abordaremos en la siguiente entrada.
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