lunes, 4 de julio de 2016

Soberanía alimentaria en México: campesinado y territorio

El motor civilizatorio dominante en México ha sido el modo de producción capitalista y, al menos desde hace 25 años, encontramos que el llamado neoliberalismo o la economía del libre mercado viene imponiéndose en los sistemas socioeconómicos clave del país y, en el sistema agroalimentario, esto no ha sido la excepción.



De esta forma, observamos un sistema agroalimentario en donde la alimentación se ha mercantilizado y, de ser una obligación constitucional del Estado y derecho ciudadano, ahora se sujeta a la oferta y la competencia de los corporativos agroalimentarios trasnacionales. Siendo el Estado un mero “facilitador” de las redes de producción, distribución y comercialización de los alimentos en el territorio nacional.
Ante lo anterior, el campesinado en México -organizaciones como ANEC, CECCAM, Grupo ETC, El Barzón, UCCS, UNORCA, Semillas de Vida, Grupo Vicente Guerrero y cientos de comunidades rurales y originarias- plantea la noción de soberanía alimentaria que es retomada del discurso de La Vía Campesina -forjada desde 1992 a la fecha, con la reflexión de millones de campesinos de 69 países y de unas 148 organizaciones, muchas de estas mexicanas. Esto es, el derecho de las familias y comunidades para producir y consumir alimentos en cantidad y calidad adecuadas, en el ejercicio de su autodeterminación social y cultural. Lo que implica no sólo disponer de alimentos sanos y variados sino aquellos que están implicados en la reproducción de su cultura e identidad.
De esta forma, la soberanía alimentaria campesina es contrahegemónica al sistema agroalimentario capitalista, en este los diversos eslabones del sistema productivo y comercial se encuentran alineados a la reproducción del capital, es decir, de hecho, se trata de acumular plusvalor, independientemente de si cumple o no su función social. O sea, hay que hacer negocio y se opera en tanto ello.
Así, desde la disponibilidad de los insumos, semillas y el uso de la tierra, hasta poner en la mesa un alimento, se procura un circuito “de agregación de valor” que reporte el mayor volumen de dividendos posible. Resultando un sistema complejo, ineficiente, largo y feroz de tanta especulación que en esos jalones y estirones, casi 1,000 millones de personas se quedan sin comer mientras que se desechan 1,300 millones de toneladas al año. Sí, en la perversidad de este système de reproduccionbourgeois, existe comida suficiente para todos….los que puedan pagarla.[1]
Aunque discursivamente se pretenden eslabonamientos comerciales “competitivos y eficaces”, el resultado es una alimentación cara, ineficiente y excluyente.
Más aún, este sistema agroalimentario se encuentra dominado por trasnacionales como Syngenta, Asgrow y Monsanto que venden los agroquímicos y las semillas, por John Deere y New Holland que producen la maquinaria agrícola mundial, por Nestlé, Cargill, Kellogs y Kraft que industrializan los alimentos, y por Walmart, Carrefour y FEMSA que distribuyen los alimentos a través de tiendas departamentales y de conveniencia. Sin mencionar que franquicias como McDonalds, Kentucky Fried Chicken o Starbucks favorecen una homogeneización en la oferta de alimentos de mala calidad, poco sanos y de alto costo; contradiciendo el discurso que legitimó la cesión del sistema agroalimentario mexicano a manos de empresas privadas con la libre entrada de estas en el suelo nacional.
Finalmente, otra característica de tal sistema agroalimentario libremercadista es que por su naturaleza capitalista se centra en la producción y consumo de muy pocas especies alimenticias y bajo un modelo industrializado de monoexplotaciones, que para cosecharlas resultan más fáciles de programar para su posterior distribución a gran escala. Así, se cultivan sólo dos o tres especies de plátanos, maíz, frijol, arroz, mangos, pollos, huevo, carne de res, hortalizas, etc., cuyos ciclos productivos se ven acelerados con el uso de químicos y hormonas para optimizar su rendimiento.
La soberanía alimentaria campesina que plantean las comunidades rurales en México se opone a tal sistema alimentario y productivo porque únicamente beneficia a los dueños de las corporaciones del capital y niega de facto el derecho universal a la alimentación; inclusive critica la noción de seguridad alimentariaque desarrolla su discurso dentro del marco de una alimentación monoproductivista, capitalista e industrializada. En su lugar, se propone un programa agroalimentario que, para decirlo simple, es anticapitalista y por ello es antagónico al status quo global.
Partiendo de los saberes y prácticas campesinas milenarias, la noción de soberanía alimentaria suscribe la recuperación de las semillas originarias y los sistemas de multiproductivos que son agroecológicamente integrados y biodiversificados, y que ofrecen frutas, verduras y legumbres de especies nativas para la preparación de alimentos tradicionales. Esto implica el cultivo y, así, la conservación de miles de especies alimentarias –algunas únicas en su especie y que sólo existen en ciertas zonas-, además están adaptadas a las condiciones ecológicas locales y a las preferencias gastronómicas de la zona. Como no requieren insumos químicos ni pesticidas, son más saludables y no contaminan el entorno. Finalmente, porque se producen a escala familiar, necesariamente se comercializan localmente -regionalmente, si acaso- y se suelen ofrecer a menor precio porque no existe intermediación, flete, “vida de anaquel”, etc.
No es una revalorización de alimentos exóticos con fines folclóricos –como los medios de comunicación convencional y el sector turístico lo hace ver- sino un ejercicio de talante identitario e intergeneracional en donde las comunidades actuales recuperan su herencia milenaria, reconstruyen su sentido de actualidad y proyectan su modo de vida a las siguientes generaciones.
Este movimiento campesino ha reclamado al Estado que se genere un marco jurídico y programas gubernamentales que, como política agroalimentaria nacional, fortalezcan las iniciativas de mercados campesinos, circuitos cortos de comercialización, organizaciones del comercio justo, alimentos ecológicos, agricultura familiar, productos agroecológicos, etcétera. Oídos sordos ha sido la respuesta, por ya casi 30 años de gobiernos tecnócratas, de parte de un Estado burgués que responde a los imperativos del FMI, de la OMC y de la OCDE; y cuyo actual Ejecutivo –usurpador del cargo- sólo hace el ridículo en foros internacionales y que ha demostrado su incapacidad y desvergüenza en los casos de Ayotzinapa, la Casa Blanca y el actual conflicto popular-magisterial encabezado por la CNTE en México.
No obstante, el modo de producción capitalista ha entrado en una nueva fase en nuestro país, la del neoextractivismo, en la que, para alcanzar los niveles de rentabilidad que requieren los corporativos trasnacionales que han posado su mirada en nuestro país, y dada la desaceleración industrial y financiera global, se han lanzado al despojo del territorio campesino y originario con la venia del Estado.
Lejos de contar con un Estado que apoye e incentive al movimiento campesino en México, la desposesión del territorio campesino y originario se ha operado desde los tres Poderes de la República para facilitar el desarrollo de megaproyectos de diversas trasnacionales, a saber, en los ámbitos de la explotación petrolera, de bosques y manglares, de todo tipo de minería y de los desarrollos turísticos e hidroeléctricos, entre otros que parecerían aceptables por su naturaleza ecológica, como la imposición de parques eólicos y “comunicativa” como las autopistas.[2]
Este capitalismo actual es rentista –sin dejar de ser libremercadista- porque obtiene altos dividendos de la especulación financiera derivada de la posesión de las tierras y los territorios con o sin explotación productiva en curso. No basta la acumulación del valor y el robo del plusvalor, ahora van hasta por la renta de la tierra y todo el paquete se envía al “mercado de derivados”. Y es que la disputa por el agua, la biodiversidad y los materiales en un planeta finito han cobrado sentido de estrategia geopolítica.
Por lo anterior, la soberanía alimentaria que impulsa el campesinado y los pueblos originarios en México no sólo es por la autodeterminación en la producción y consumo alimentario sino que ha devenido en una lucha por la defensa de su territorio.
Intrínseco a la noción de soberanía, no es posible pretender la autodeterminación de la alimentación sin un lugar propio: el territorio, la tierra y el agua. Y es que el lugar desde donde los pueblos originarios y el campesinado impulsan la soberanía alimentaria es el territorio, es la tierra –el traspatio, la parcela, la comunidad y el monte- y es el agua –el río, la laguna o el mar.
Territorio campesino, en donde él se planta como sujeto soberano. Pero en donde quiere mandar el agronegocio, la corporación minera, el grupo inmobiliario o la trasnacional de cualquier otra índole. Y, de esta disputa, lucha de clases, quien diría, campesinado contra burguesía y Estado burgués, surgen los conflictos socioambientales.
Por ello, en México la noción de soberanía alimentaria se encuentra, más o menos, según el momento histórico del lugar y de la comunidad, hoy subsumida por la defensa del territorio que es una causa más amplia y con frecuencia se manifiesta como conflicto socioambiental en donde los medios de vida propios se ven amenazados o de plano borrados de tajo por decreto presidencial en beneficio del lucro de una empresa, frecuentemente extranjera, que exentará impuestos y, aunque no reportará beneficios locales, podrá contaminar o destruir ríos, poblaciones, bosques o ecosistemas a su alrededor. Y sin pagar un peso.
Al indagar las razones por las que una comunidad, ejido u organización rural se opone a un aeropuerto, a una represa o a un desarrollo en México, la respuesta compleja consiste en que a la pérdida del territorio –de la parcela, del bosque o del río- se sigue la imposibilidad de reproducir tradiciones culturales y gastronómicas y, así, su desaparición como herederos de una historia remota cuyas amarras están sujetas a ese terruño que les vio nacer y crecer, a dicho cuerpo de agua que les dio alimento por generaciones o al inmutable cerro en donde se encuentran con la divinidad.
Arraigo y autodeterminación, en muchos lares de México, van de la mano. Identidad y soberanía subyacen en el territorio originario y campesino. Alimentación campesina, herencia milenaria y conservación biocultural son valores del campesinado y de los pueblos autóctonos y estos son antagónicos a la reproducción del capital que requiere profundizar el robo legitimado o despojo para acumular más, por ejemplo, a través del Acuerdo de Asociación Transpacífico (TPP, en inglés) que es una suerte de TLC con esteroides hegemonizado por los  EEUU e integrado por otros 11 países, entre ellos México.
En esta lucha contra la hegemonía del capital estamos por la soberanía alimentaria, vamos por el rescate del patrimonio biocultural, trabajamos por la visibilización de nuestra herencia milenaria y, en definitiva, vivimos por la defensa del territorio que nos verá prevalecer, pésele a quien le pese.
El modo de producción capitalista está herido de muerte, nosotros –campesinas y campesinos, originarios y mestizos- las comunidades rurales, le daremos la estocada final, aunque en ello se nos vaya la vida.