A propósito de la noción de sustentabilidad y los Agricultores Unidos Región Guayangareo en Michoacán, México
Parte II
Continúa de la Parte I en https://manuelantonioespinosa.wordpress.com/2014/04/22/es-posible-la-rentabilidad-economica-sin-explotacion-social-ni-depredacion-ecologica-en-el-modo-de-produccion-capitalista/
La
producción campesina y su mercantilización
La organización Agricultores Unidos Región Guayangareo
agrupa a más de 1,500 campesinos de la zona cuyas unidades de producción tienen
una superficie de siete hectáreas en promedio y en donde cultivan maíz, sorgo y
trigo durante dos ciclos por año.[1] Sus
canales de comercialización son Maseca, Minsa, Diconsa, molineros en la región
del Bajío, principalmente en Morelia, y varias industrias forrajeras. Por ello,
esta sociedad de producción rural se encuentra inserta en los circuitos
mercantiles capitalistas porque su producción excedentaria es vendida a
empresas industrializadoras cuya finalidad es la acumulación del capital, y por
lo tanto estos campesinos participan en el modo de producción capitalista
aportando sus cosechas sin que en sus parcelas exista una reproducción de
capital porque en sus procesos productivos no existe una búsqueda de apropiación
de plusvalor:
“Dicho
de otra manera, la economía campesina de racionalidad no capitalista, resulta
ser en ciertos cultivos, tierras y regiones, más funcional a la acumulación
capitalista global que la operación generalizada e irrestricta de unidades de
producción empresariales que elevaría los precios agropecuarios ocasionando un
“pago de más”, una renta de origen diferencial” (Bartra, 1986, pp. 12-13).
Entonces, este campesinado constituye una clase, dentro de la estructura social, que
se caracteriza por pequeños y medianos productores
mercantiles simples[2] en
donde no hay venta de su fuerza de trabajo ni compra de la misma pero cuya
actividad productiva constituye la base económica sobre la que se erige el
proceso de reproducción y acumulación del capital, por lo que el campesinado es
partícipe del modo de producción capitalista sin que en sus explotaciones
agrícolas se verifique una apropiación del valor del trabajo de otros; antes
bien, cuando coloca su producción en el mercado capitalista, el valor de su
trabajo es apropiado por la empresa agroindustrial.
Entonces, el campesinado y su producción mercantil simple (Bartra, 1976) es crucial en la fase actual del
modo de producción capitalista porque al necesariamente insertarse en el sistema
agroalimentario mexicano –que es dominado por las industrias como Maseca,
Cargill y Grupo Bimbo- se le imponen
técnicas de cultivo y grados de productividad de manera que la renta que
obtienen por sus excedentes sea favorable en términos de costo-beneficio. Evidentemente,
el agricultor es ‘libre’ de escoger el tipo de cultivo, las características de
los insumos y otros aspectos de su producción. Sin embargo, en todos los casos,
si no alcanza un determinado rendimiento por hectárea el balance
costo-beneficio le será adverso, dado que el establecimiento de los precios de
compra de cosecha están referenciados a los precios con que ‘libremente oferta’
el farmer, fazendeiro o agriculteur agroempresario que está dispuesto a exportar su producción
al mercado mexicano. De esta forma, si el agricultor mexicano maicero no adopta
un paquete tecnológico con semillas híbridas, agroquímicos y fertilizantes
sintéticos y sistemas de siembra, riego y cosecha mecanizados difícilmente el
precio ‘de mercado’ le permitirá obtener un balance positivo en su ciclo
agrícola.[3]
Dicho de otra manera, para que el campesino de la AURG
obtenga ingresos monetarios satisfactorios necesariamente debió cultivar su
unidad productiva de tal forma que el valor de su cosecha supere el costo
invertido en la misma; de lo contrario sufrirá una pérdida o balance negativo.
Esto implica que en la actual fase globalizada del modo de producción
capitalista en México, la producción mercantil simple del campesinado
michoacano forzosamente tiene que adoptar la forma de agricultura industrial
para comercializar con cierto éxito su cosecha excedentaria y allegarse
ingresos.
En este contexto, preguntarse por la agricultura sustentable
y sugerir esquemas de manejo multifuncional como lo hacen Dobbs & Pretty (2004) resulta insuficiente
si no se cuestiona la matriz socioeconómica en la que se desarrolla la
agricultura industrial y otras actividades antropogénicas guiadas por la
crematística. Por otro lado, sugerir sistemas sustentables de manejo de
recursos naturales como lo hacen Sarukhán et al. (2013) es loable porque
representa un paso hacia delante en el reconocimiento institucional de la
problemática compleja de la pobreza, marginación social y agotamiento ecológico
en el que está inmerso México pero falla porque deja de lado el análisis
estructural en el que se sitúan los fenómenos estudiados. Finalmente, los
abordajes desde la economía ambiental que hacen Pimentel
et al. (2005) y Constanza et al.
(2007) han sido reconocidos en ciertos escenarios académicos y políticos
conservadores porque en última instancia no cuestionan la acumulación del
capital sino que por el contrario ofrecen alternativas a la reproducción del
capital mediante la producción orgánica, el pago por servicios ambientales y el
pago por secuestro de carbono, entre otras estrategias económicas que han sido
enarboladas por la Green Economy que
acertadamente critica Boff (2012).
Desde nuestra perspectiva, para discutir la sustentabilidad
y hallar las improbables brechas de posibilidad, hay que cuestionar el modo de
producción capitalista y reconsiderar las veredas de su contradicción: la
explotación social y la depredación ecológica (Leff, 2011).
La
sustentabilidad en el modo de producción capitalista
Como reseñó adecuadamente
Gledhill (1981), la región del Bajío mexicano tiene una historia
política y cultural compleja cuya producción agropecuaria se ha visto afectada
por su ubicación geográfica en el centro del país y por sus características
agroecológicas que la hacen adecuada para la agricultura mecanizada por
consistir en un valle con suelos adecuados para la producción de granos.
Desde el punto de vista campesino, como es el caso de la
AURG en Michoacán que está inserta en el modo de producción capitalista, no
existe alternativa para lograr la comercialización de sus excedentes que llegan
en años buenos a las 120 mil toneladas de grano en ambos ciclos.[4] Entonces,
como hemos señalado, dado que el sistema agroalimentario mexicano se encuentra
dominado por empresas industrializadoras que imponen –por la vía de los precios
y el control del mercado nacional (Rubio, 2008)-
las escalas de productividad necesarias para que los agricultores obtengan una
renta mínima satisfactoria de sus cosechas, el problema de la sustentabilidad
no está anclado a la forma de manejo de los recursos naturales, ni a la
apropiación de los ecosistemas ni mucho menos a las formas de agricultura que
ha asumido el campesinado mexicano. En realidad, como argumentaremos, la
sustentabilidad tendría que lidiar con los imperativos que la reproducción del
capital necesita, a saber, explotación,
depredación y dominación socioecológica. Dicho de forma sencilla, quizás el
discurso de ‘lo sustentable’ sólo muestra, sin quererlo, una contradicción más de la acumulación
capitalista.
Si como hemos planteado anteriormente con Rubio (2008), que
el sistema agroalimentario mexicano está apropiado por la lógica crematística
de las empresas[5]
en un contexto libremercadista (que en realidad no es libre y sólo significa
que el Estado dejó de lado su papel como garante de la alimentación), y la
producción campesina excedentaria de la citada organización en Michoacán
necesariamente tiene que canalizarse a dicho mercado, en franca relación
asimétrica con respecto a las grandes industrias alimentarias, entonces las
condiciones de producción agrícola, de manejo de recursos naturales y de la
formación de valor en las mercancías no depende del campesinado sino que viene
dado por la necesidad de producir más para compensar el bajo precio de las
cosechas de granos, es decir, hay una relación directa con los imperativos del
mercado que han establecido las agroempresas y su racionalidad de acumulación
de capital.
Como han señalado Foladori (1999) y Leff (2000), no es cualquier antropogénesis la que ha devastado los
ecosistemas, más bien es la civilización moderna contemporánea que por la
dimensión y escala de la extracción de materiales, uso de energía,
producción-consumo de mercancías y deposición de desechos ha generado un nivel
–quizás irreversible- de afectación a la biodiversidad y a los ciclos
planetarios que han sido cuantificados por Constanza
et al. (2007) y reseñados por García (2007).
Dejando de lado la suposición de que los rústicos han preferido el uso del
tractor que la coa, o la urea que el estiércol, por comodidad o practicidad,
hemos propuesto que la modernización rural –para avanzar en el capitalismo
global- ha impuesto la adopción campesina de la agricultura industrial para alcanzar
los rendimientos agrícolas mínimos para la sobrevivencia de la familia rural y
que, si en el caso del Valle de Guayangareo, aunque se establecieran
policultivos y rubros productivos integrados –como los que analiza Gliessman
(2007) desde la agroecología- necesariamente la racionalidad del modo de
producción capitalista terminaría imponiendo su lógica depredadora de la
naturaleza y explotadora de la fuerza de trabajo (Elizalde, 2012) que se origina en las empresas
industriales alimentarias que manipulan el mercado y los precios para lograr
mayores tasas de apropiación del plusvalor.
En el caso de que lo anterior fuera correcto, entonces la
discusión sobre la sustentabilidad, sobre los límites del crecimiento, hay que
hacerla de frente a la naturaleza contradictoria de la economía política del
capital: mientras que explota al trabajador necesita que éste consuma sus
mercancías, mientras que da valor nulo a los recursos naturales necesita de
ellos para aprovisionar a las industrias, mientras que atesora valor en las
mercancías es necesario que circulen más rápido para acumular más valor, cuando
se disfraza de justicia y libertad necesita la muerte y escasez para hacerse
más necesario y perpetuarse, reconoce sus límites para transgredirlos y crecer
infinito.
No es que sólo que la agricultura industrial deba ser
trocada por una agricultura orgánica o ecológica por simple decreto jurídico o
mandato institucional, para entonces operativizar exitosamente la
sustentabilidad como podría uno malentender del argumento de Dobbs & Pretty (2004). Tampoco es el
campesinado, en el caso de la agricultura, el que debe asumir la tarea de
producir eficiente y ecológicamente –y aún así en millones de casos son los más
eficientes en términos económicos y ecológicos que las agroempresas según
afirman Pimentel et al. (2005). Más bien el discurso de la sustentabilidad tendría
que analizar cómo mediante el mercado los agricultores están siendo forzados por
las agroindustrias a producir alimentos bajo la racionalidad de la reproducción
del capital que ha descrito Leff (2000; 2007).
Sin embargo, el discurso prostituido de la sustentabilidad
ha sido la oportunidad del modo de producción capitalista para ‘vestirse de
ecologista’ sin abandonar la explotación social y la depredación ecológica
porque en última instancia son imprescindibles para la acumulación de plusvalor y, así, ejercer profundizar la
dominación política de la clase
burguesa.
No obstante, existen serios esfuerzos por conciliar la
viabilidad económica, la equidad social y el soporte ecológico, por medirlos de
forma multidimensional para reorientar las formas de manejo de los recursos
naturales (Gliessman, 2007). Tales intentos hacen aportes
interesantes para mejorar los esquemas de producción y comercialización y los
arreglos sociales para la redistribución de la riqueza como los que se presentan
en Gameda & Dumansky (1994) y de
forma sobresaliente Astier, Masera & Galván (2008).
Reflexiones
finales
Se ha sugerido aquí que el discurso de la sustentabilidad
podría ser una manifestación más de la contradicción que entraña el modo de
producción capitalista, cual serpiente que se devora a sí misma.
Si bien la noción de ‘lo sustentable’ ha sido orientador de algunas
prácticas agrícolas, de cierto comunitarismo solidario y de algún ecologismo,
es necesario asumir una posición crítica del discurso que justifica la
erradicación de una clase social porque sería en sí misma ‘insustentable’.
En el caso de la AURG en Michoacán, es posible que la noción
de sustentabilidad como eje analítico pueda aportar ciertas claridades para
objetivar la práctica agroecológica de sus asociados rústicos. No obstante, es necesario evidenciar que al estar
necesariamente vinculados de forma asimétrica en el modo de reproducción del
capital, dado que sus unidades productivas funcionan como producciones
mercantiles simples, su umbral de sustentabilidad estará limitado políticamente
a través de las condiciones estructurales impuestas por la vía del precio de
compra de las cosechas y, a su vez, por la forma de producción que supone una
renta aceptable en esas condiciones de mercado.
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[1] Véase más información sobre
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[2] Véase una explicación de la
forma de producción mercantil simple en la literatura de Aleksandr Chayánov,
una ilustrativa introducción a Chayánov se encuentra en Bartra (1976).
[3] Es importante señalar que
la racionalidad campesina no está guiada por el cálculo del costo-beneficio al
que heurísticamente hemos recurrido, como si fuera una empresa capitalista. En
realidad, el manejo de la unidad productiva campesina es generalmente
diversificada y además se complementa con otras fuentes de ingreso monetarios y
en especie. Por otro lado, la noción de costo y de beneficio suele estar guiada
por los imperativos familiares, comunitarios, climáticos y otros que
experimenta el agricultor, por ejemplo, las exigencias de ingresos para la
crianza de los hijos son diferentes de las propias de la vejez (Bartra, 1976).
[4] Esto
es, aunque fuera bajo la forma de comercio justo o economía solidaria, esta
producción excedentaria tendría que circular dentro del flujo de intercambios y
de agregación de valor propio del mercado capitalista.
[5] Véase una convincente
discusión sobre la lógica crematística contemporánea en Martínez-Alier (2011).